Todos recordamos aquella escena
en la que una gran muchedumbre
traía a una mujer sorprendida en
adulterio. Venían con piedras en
las manos, dispuestos a
apedrearla. Jesús les dijo,
retándoles: “El que esté libre
de pecado, que tire la primera
piedra”. Y ese Jesús, al ver que
nadie le tiraba piedras, le
dice: “¿Nadie te ha condenado,
mujer? Yo tampoco te condeno”.
Agradecemos inmensamente a
San Lucas que nos haya hecho
este reportaje trágico y
estupendo al mismo tiempo, que
podría titularse: “Cómo condenan
los hombres. Cómo perdona Dios”.
Por experiencia sabemos que
los hombres no perdonan ni
olvidan; pero es un alivio oír
de labios de Jesús aquellas
palabras: “Yo tampoco te
condeno”; porque todos sentimos
en lo más hondo del alma la
necesidad grande y dolorosa de
que Dios nos perdone.
No es difícil aparentar ante
los demás ser hombre de bien o
mujer honesta, pero ante Dios,
no queramos guardar las
apariencias, porque no podemos.
En el fondo, Dios nos asusta. Y
algunas veces nos preguntamos
seriamente: ¿Podrá Dios
perdonarme a mí? Hay algunos que
ya no se lo preguntan, sino que
se dicen a sí mismos con una
tremenda seriedad: “Yo no tengo
perdón de Dios”. Es la misma
frase que debió decir Judas
cuando vio que su traición le
costó la vida a Jesús: “He
pecado entregando sangre
inocente”. ¡Muy bien dicho!.
Entró en el templo y arrojó
30 monedas en la cara de los
sacerdotes y escribas. ¡Muy bien
hecho! Judas todavía conservaba
algo bueno. Esa frase y esas
monedas fueron dos hechos
grandes dignos de un buen
hombre. Pero en ese momento en
que pudo cambiar totalmente su
vida, se atravesó en su mente
una desesperada y terrible
convicción: ¡No tengo perdón de
Dios, no tengo perdón de Dios! Y
fue y se ahorcó.
En vez de volver a ver a
Cristo, a pedir perdón, nos
vamos ahorcando poco a poco en
la desesperación. Seguimos los
mismos pasos y los mismos
pensamientos: “He pecado muchas
veces, ya no me puede perdonar
Dios”.
Quizá también tiramos las
monedas a la cara del demonio o
de una persona, pero nos falta
el paso más importante, el mismo
que le faltó a Judas, el que
salvó a Pedro: las lágrimas de
arrepentimiento.
El error del traidor fue
pensar que Cristo no lo quería
perdonar, que era demasiado.
Pero se equivocó. Aquella misma
noche Cristo lo había invitado a
su mesa, a cenar con Él. Le lavó
los pies con delicadeza y lo
llamó amigo en el mismo momento
que lo vendía.
Pedro hizo algo más grave que
Judas: renegó tres veces de Él,
del mismo Dios, pero no
desesperó; aquella mirada de
Cristo se lo aseguró. Mientras
Judas se suicidaba abriéndose
las entrañas, así lo dice el
Evangelio, el rudo pescador de
Galilea lloraba como un niño a
las puertas de la casa de
Caifás.
Han pasado 20 siglos de
historia desde aquel día. Han
existido muchos seguidores de
Judas y Pedro. ¿A quién de los
dos prefieres imitar?
Confía en Dios y acertarás.
Hace mucho tiempo que Cristo te
espera. Es una cita de perdón,
para decirte con un amor tan
inmerecido como cierto: “Yo
tampoco te condeno, ve y no
vuelvas a pecar...”
Pedro y Judas representan a
dos clases de hombres; todos
pecamos como ellos: Judas
vendiéndolo, Pedro negándolo.
Pero Judas se ahorcó de un árbol
y Pedro lloró confiadamente su
pecado. Esa es la diferencia.