Cuando el mal muerde la propia
carne, cuando destruye planes
que llevamos en el corazón,
cuando deja cicatrices que no se
cierran.
Cuando el mal aparece con su
rostro más salvaje, en los niños
sin alimento, en los pobres sin
vestido, en los enfermos sin
asistencia médica ni consuelos
humanos.
Cuando el mal explota en esas
guerras largas, a veces
olvidadas, que alimentan odios
que pasan de padres a hijos, que
provocan miles de muertos y de
heridos.
Cuando el mal entra en mis
propios pensamientos, me
arrastra hacia el egoísmo, me
hunde en la pereza, me encadena
a las pasiones de la carne, me
adormece con el conformismo ante
la mentalidad del mundo vacío y
hedonista.
Cuando el mal me lleva a la
desesperanza, a la apatía, a la
rendición, a la postura de quien
ya no quiere hacer nada...
Cuando el mal parece triunfar,
en mí y en otros, y llena las
páginas de la prensa, las
novelas de los escritores, las
pantallas del cine, la
imaginación de los pueblos...
Cuando ocurre todo eso, el mal
muestra toda su debilidad y su
impotencia. Dejará heridas,
producirá penas, destrozará
corazones, provocará lágrimas.
Pero será siempre pasajero,
vulnerable, mezquino, débil.
Porque el mal no puede vencer a
Dios, porque el bien es la
palabra definitiva de la
historia, porque el pecador
tiene abierta ante sí las
puertas del perdón, porque
también hoy miles de hombres y
mujeres de todas las edades y
naciones dejarán de lado su
egoísmo, adorarán a Dios y se
pondrán a servir a sus hermanos.
La Cruz venció el mal, destruyó
la muerte, derrotó al pecado. La
Pascua da la clave definitiva de
la historia humana. El Sepulcro
está vacío, porque Cristo es el
Señor del mundo y de la
historia.
Con la mirada puesta en Cristo,
miles de corazones recobran la
esperanza, acogen el perdón,
celebran los sacramentos.
Aprenden a construir, más allá
de las derrotas, espacios de
bien en este mundo necesitado de
consuelos. Ponen peldaños de
alegría y misericordia que nos
acercan, poco a poco, al momento
del encuentro con el Padre del
Amor eterno.