Nos asusta el
avance del ateísmo y de la
indiferencia religiosa en el
mundo. Pero nos debería asustar
igual o más ver cómo la tibieza
anida en tantos corazones
cristianos.
Porque la tibieza lleva al alma
a la rutina, a la indiferencia,
a la frialdad, al apartamiento
de las cosas de Dios.
Porque la tibieza arruina a los
jóvenes, los acerca al pecado,
los aleja de los sacramentos,
los empequeñece en su formación
católica.
Porque la tibieza lleva a los
esposos a descuidar los gestos
de cariño, a no rezar en la
mañana o en la noche, a no ir a
misa los domingos, a no
confesarse más que una vez al
año (o incluso más tarde), a
usar anticonceptivos con excusas
vanas y contra lo que enseña la
Iglesia, a no tener aquellos
hijos que podrían recibir
amorosamente como regalo de
Dios.
Porque la tibieza lleva a los
trabajadores al mínimo esfuerzo,
a pequeñas trampas y robos
“insignificantes”, a la mentira,
a crearse certificados falsos
para no ir a la oficina, a
arrojar palabras de crítica para
que otro “baje” y uno pueda
ascender.
Porque la tibieza lleva a los
mismos consagrados, a los
religiosos, a los sacerdotes, a
pensar más en sí mismos que en
las almas que tienen
encomendadas, a buscar el menor
esfuerzo, a rehuir los trabajos
difíciles, a evitarse problemas
y “enemigos” al precio de no
enseñar a los hombres la belleza
y la exigencia del Evangelio.
Pero la tibieza se rompe si nos
acercamos al fuego, si dejamos a
Dios el primer lugar en la
propia vida, si tomamos la
Palabra divina y la aplicamos en
serio, si estudiamos (para
vivirlas) las enseñanzas de la
Iglesia.
La tibieza queda herida de
muerte, sobre todo, si nos
acercamos a la Eucaristía. Si
hacemos de la Misa dominical el
centro de toda la semana. Si
buscamos momentos para visitar,
en una iglesia, a Jesucristo
presente en el Tabernáculo.
La tibieza retrocede, incluso se
apaga, ante la compañía del
Cordero, que da su Cuerpo, que
da su Sangre, que lava, que
cura, que anima, que corrige,
que enseña, que susurra al
corazón palabras llenas de Amor
pleno.
Valen, para romper el cerco de
la tibieza, las palabras
sinceras y exigentes que Dios
dirigió a la Iglesia de
Laodicea:
“Conozco tu conducta: no eres ni
frío ni caliente. ¡Ojalá fueras
frío o caliente! Ahora bien,
puesto que eres tibio, y no frío
ni caliente, voy a vomitarte de
mi boca.
Tú dices: «Soy rico; me he
enriquecido; nada me falta». Y
no te das cuenta de que eres un
desgraciado, digno de compasión,
pobre, ciego y desnudo.
Te aconsejo que me compres oro
acrisolado al fuego para que te
enriquezcas, vestidos blancos
para que te cubras, y no quede
al descubierto la vergüenza de
tu desnudez, y un colirio para
que te des en los ojos y
recobres la vista.
Yo, a los que amo, los reprendo
y corrijo. Sé, pues, ferviente y
arrepiéntete. Mira que estoy a
la puerta y llamo; si alguno oye
mi voz y me abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con
él y él conmigo.
Al vencedor le concederé
sentarse conmigo en mi trono,
como yo también vencí y me senté
con mi Padre en su trono. El que
tenga oídos, oiga lo que el
Espíritu dice a las Iglesias”
(Ap 3,15-22).